Pensé que sería inmortal. A veces me despierto a media noche con el labio seco, y lo siento como una grieta, y se me viene a la cabeza el corte y la navaja ensangrentada a media tarde. Entonces empieza a atosigarme una suerte de arcadas porque es inevitable la sensación de sabor a sangre.
Me
incorporo sobre el colchón y dejo caer el pie izquierdo y luego el derecho
sobre el suelo frío, entonces todo empieza a volverse calma de nuevo. Subo la
persiana: todavía ni siquiera está amaneciendo. Solo el tabaco y el rumor
metálico en el oído derecho consiguen acabar con el sabor a hierro en la
garganta, como un ritual. Y pienso que todo eran llantos cuando estábamos a
solas, que me odiaba y había venido para ir quemándome la sangre, matándome noche
a noche. Que tuve que echarla a patadas, y que ni por esas se iba, que me
obligó a hacer lo que hice.
No
la echo de menos. Prefiero unas cuantas arcadas un par de noches a la semana.
Prefiero no equivocarme de persona por las mañanas.
Pensé que sería inmortal, como algunos animales, que
siguen vivos