Pacto ficcional

Caro lector, antes de leer, firmemos un pacto:

Juro no escribir la verdad, ni toda la verdad y algo más que la verdad.

¿Jura creerse la mentira, toda la mentira y nada más que la mentira?





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sábado, 21 de marzo de 2020

A LOS QUE LEEN LA CALLE




Se encendió un cigarro y se asomó. El sol de la tarde perfilaba  la calle, que se tendía en vertical delante de ella y le ofrecía una perspectiva que le permitía analizarla como a un ecosistema particular. La gente la caminaba: algunos, con prisa; otros, disfrutando del comienzo de la tarde; muchos se reunían en el bar de la esquina y el olor de café ascendía, entre conversaciones y cuchareteos. Después del ajetreo mañanero, el asfalto y las aceras relucían de una manera esplendorosa. Ella observaba cada recoveco, de abajo a arriba, de todo lo que el paisaje le ofrecía; todo hasta la curva, donde la calle se cerraba en banda, como si tuviera vergüenza de seguir mostrando sus encantos. Le era imposible ver más allá, así que, como siempre, dirigió la vista hacia las ventanas del bloque: cada una de ellas era  igual a las demás, pero, a la vez, muy diferente.

 Seguro que en una de ellas, que tenía la persiana abierta por la mitad, habría una pareja joven recién llegada a la ciudad: ella sería maestra y habría conseguido plaza en un colegio cercano indefinidamente. Él era su acompañante y, afortunadamente, a los pocos días de mudarse, habría encontrado trabajo en una tienda de informática que había en la misma calle. Todo en aquella casa estaría lleno de vida, todo como recién estrenado. La noche anterior ella habría bajado a la farmacia, con un gallinero en la boca del estómago, y, unas horas más tarde, en torno a la una de la madrugada, los enamorados, con la luz del salón encendida, se habrían besado tierna y apasionadamente y se habrían tumbado en el sofá para discutir, con ilusión, nombres de niña.

De repente una de las persianas que se consideraba cerrada se abrió con rabia, y el estridente sonido le hizo perder el hilo de la pareja de recién embarazados de la primera ventana. La mujer se asomó como buscando la procedencia de la luz que hasta entonces se había colado por los diminutos ojos de su persiana. Ella cogió rápidamente un cuaderno y un lápiz para tratar de dibujarla antes de que se quitara de la ventana. Tenía el pelo suelto, largo y alborotado, muy negro, perenne a los años. Sus labios, de grosor medio, se comprimían en un gesto de coraje, a la sombra de su nariz picuda. Su mirada era el claroscuro: unas pupilas de estrella que vestían faldas de luto. En el interior, un olor ceniciento y una recién nacida que buscaba con ansia el aire y el cobijo de la calle.

La persiana de abajo estaba más abierta que cerrada. Sería un piso de estudiantes: tres veinteañeros. Llevarían ahí un par de cursos y solo uno de ellos había conseguido mantenerse firme y no desviarse de la senda que tanto esfuerzo le estaba costando construir. Mientras tanto, los otros dos hacían de sus días cabañas de paja, de esas que uno mismo derriba sin enterarse en el deleite de lo efímero. Esa persiana siempre estaba abierta en esa misma posición y, normalmente, salían de ella estruendos de risa y voces de adolescencia prolongada.

¿Qué sería de las persianas cerradas? Seguramente fueran pisos rotos. Alguno de ellos se habría quebrado el día que el padre ebrio marcó la boca de la madre; otro aún tendría la grieta de aquel anciano que cenaba solo todas las noches. Seguro que también habría alguno que nació sin pulmones y condenaba al ahogo a cualquier persona que estuviera dispuesta a habitarlo. ¿Habría algún aborto de piso? ¿Habría pisos embarazados?

Tal vez entre las fisuras de alguna de aquellas viviendas, si es que a todas se les podía llamar así, hubiera algún habitante, si es que a todos se les podía llamar así, que intentaba trepar hasta la puerta, hasta la manivela de la ventana, o, al menos, hasta el teléfono, para decir “hola”, para mirar y ser mirado, para reír o para ser llorado. Y pasaba así, tarde tras tarde, todos los días de la semana, incluidos los domingos y los cumpleaños, cada vez más ciego y más sordo. Ya se sabe que a esos, a esos a los que parece que una enredadera no les deja abrir las persianas, acaban llorándolos solamente la soga, la bañera de aguas granates, el horno o, en el mejor de los casos, el piso entero, antes de que los olores empiecen a pregonar por el portal todo lo que la garganta humana tiende a omitir.

La mujer que se había asomado apenas estuvo un par de minutos apoyada en el alféizar; así que, una de las veces que necesitó mirarla para concluir el esbozo, ella ya no estaba. Mejor, pensó, la copia era demasiado forzada y así era imposible captar su naturaleza; mejor dibujarla de memoria o de imaginación.

En esta pausa vio salir de la curva de la calle a un chiquillo de la mano de su madre. Era una escena muy común de las tardes entre semana. El niño parecía como arrastrado del brazo, pero aún estaba absorto, riendo y saltando. Solo al llegar a la puerta y, antes de tocar al porterillo, la madre se detendría, se agacharía; entonces, el niño empezaría a ponerse serio, a intentar soltarse de los brazos de la madre, a patalear, a llorar, a berrear. Era tan desagradable, incluso para los adultos, el pinchazo en las encías y la vibración del taladro en las muelas propias, que el niño solo se calmó cuando vio que la madre había tocado el porterillo pero no contestaba nadie. Entonces la pareja de embarazados abrió la puerta del portal desde dentro: el agradecimiento de la madre se contrarrestaba con la mirada de odio del chiquillo que comenzaba a llorar, esta vez, de resignación.

Calculó unos diez minutos hasta que la clínica dental comenzara con el primer cliente de la tarde. Entonces, ocurrió algo que se escapaba de lo común: la puerta del portal estaba cerrada y nadie había llamado al porterillo desde que lo hiciera la madre del niño; sin embargo, alguien se empeñaba en contestar desesperado a la llamada del silencio: ¿SÍ? ¿HA LLAMADO ALGUIEN? ¿HOLA? ¿QUERÍAN ALGO? ¿HAY ALGUIEN? ¿HOLA? ¿ME OYEN? ¡OIGA! ¿HOLA? Se ahogaba la voz a lo largo de la calle.

¿Habría llamado la señora a otro porterillo? ¿Sería, quien gritaba, uno de los habitantes de las persianas cerradas? Entonces un puño se le agarró dentro del pecho. Miraba atenta a todos los entes que pasaban entonces por la calle; dirigió la mirada a la cafetería de la esquina. Los clientes miraban hacia el porterillo pero seguían absortos en sus conversaciones. Exactamente en un minuto y treinta y cuatro segundos, se recogió el pelo, se puso el abrigo encima del pijama, bajó las escaleras y cruzó la calle, descalza. Cuando llegó, la boca del porterillo aún emitía un aliento, una respiración.
Al escuchar su voz, se rompió, al otro lado, un llanto al son imposible de una habanera:


Granada vive en sí misma,
tan prisionera…
que solo tiene salida
por las estrellas.
Ay, amor,
deja el balcón abierto
del corazón.
Ay, amor,
que en la vega te espero
con una flor
[…]
(CARLOS CANO, Habanera imposible)

jueves, 2 de junio de 2016

#ElSentidoFigurado





te tengo siempre
en la punta de la lengua
y busco tu sabor me
muerdo a tientas me
rozo los labios con
frenesí me relamo registro
los recovecos oscuros
de mi boca

¿dónde estás?
te quiero
saborear
y solamente
garganta arriba
una boca-nada
de aire una brisa
se corre en mí
tu insípido nombre

menuda estafa




Es lo peor del lenguaje. Lo mejor, tal vez. Lo molesto es la inercia de confundir cualquiera de nuestros cinco sentidos (sinestesia, lo llaman los libros de psiquiatría y literatura) con ese otro que el lenguaje, opulento jeque, alza sobre nosotros desde su altar ininteligible para dejarnos caer tan sólo un código untado de chocolate o de cobre.

sábado, 16 de enero de 2016

Dice mi mamá




Después de comerse su bocadillo sentada en el poyete, Julia Gracia abría su zumo y paseaba por todo el patio, deteniéndose al lado de los árboles y, solo a veces, con aquellos chiquillos en los que encontraba caras amigas. Cuando se dirigía hacia la última esquina para pasar de largo e iniciar otra vez el recorrido,  vio a su primo, Héctor Gracia, que estaba a punto de terminar su almuerzo mientras discutía con Juan Rodríguez  y Rafa Morales. Los chicos se quedaron en silencio cuando la vieron aparecer, porque nunca se acercaba. Julia Gracia sonrió y se giró para continuar su ronda.

-          ¡Espera! – le dijo Juan Rodríguez –  Pues dice mi mamá que eres la más guapa de todo el cole porque tienes el pelo así de largo y los ojos así de grandes. – gesticulaba moviendo mucho las manos, con los ojos muy abiertos.- Y yo le he dicho que por eso eres mi novia. Por eso y porque eres la más guapa y la más lista de toda la clase.
-          ¡¿Qué dices?! - Rafa Morales la cogió fuerte de la mano – ¡Julita es mi novia!- Acentuando el posesivo como si le fueran los labios, la garganta y la vida en ello.

Julia Gracia sonreía nerviosa con la boca muy abierta y la lengua en la comisura de los labios. Héctor miraba muy serio a su prima. En cuanto llegara ese día a casa se chivaría. Julita no podía tener dos novios, mucho menos si ninguno de ellos era Francisco Mejías. Ni Rafa Morales ni Juan Rodríguez sabían que la mamá de Julia le había dicho a ella que Francisco Mejías era muy guapo porque tenía las pestañas muy largas. Aunque, en realidad, a Francisco Mejías le gustaba Raquel Aguilera, porque era delgada y siempre quería jugar al fútbol o a las canicas y porque, además, era la primera de la lista. Cuando Julita se soltó de la mano de Rafa y dio media vuelta sin mediar palabra, Héctor y Juan miraron a su amigo, con asombro y burla respectivamente.

Mientras su mamá le preparaba el agua de la bañera aquella noche y él se desvestía, le dijo que ahora no sabía si Julita era su novia o no lo era, porque después de soltarle la mano no se había reído.
-          No te preocupes, mi amor, mañana la coges de la mano y se lo preguntas.
-          ¿Y si me dice que no?
-        Pues, si te dice que no, será porque todavía eres muy pequeño. Los dos sois muy chiquitos. Si te dice que no… Mira, si te dice que no, la sueltas y le dices que tú ya tienes otra novia.
-          ¿Paula Frías?
-          Paula Frías también es muy guapa… Tú no te preocupes, cariño, si Julita no quiere ser tu novia ahora, seguro que querrá serlo dentro de muchos años.


Y así fue como  Rafa Morales, al día siguiente, cogió de la mano a Paulita y no se soltaron hasta que no sonó la campana que indicaba el final del recreo. Y es que a los seis años nadie se espera la soledad de los cuarenta, ni la de los treinta, ni siquiera la de los veinte. Solo unos años más tarde, en los recreos de los cursos anteriores al instituto, cuando los grupos se vuelven mixtos y todos juegan, a veces, al conejo de la suerte, hay escenas en las que algunos sonríen con menos entusiasmo que otros. Aunque mi madre me siga diciendo que tengo derecho a perder todos los trenes que me dé la gana*.






*Expresión extraída de la película Las ovejas no pierden el tren (Álvaro Fernández Armero, 2015)

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Fe



Cuando Poesía te permite expresar lo que ni siquiera entiendes:



Bonito desperdicio


A veces echar de menos puede resultar bonito.
Es bonito amar a, pensar en, acordarse de.
Dedicar amor, en general, es bonito.

Pero extrañarte a ti
(amor, me vas a perdonar que te lo diga)
es tan torpe como darle un beso a una guindilla:

algo tan ingenuo que no entiendo
cómo puede escocer hasta
desear arrancarme los labios,
por estúpida.

Y nunca imaginé
una levedad tan aplastante,
un principio tan acabado,
una raíz tan yerma,

un amor tan a la basura.


lunes, 14 de diciembre de 2015

Soy de donde


Soy de donde roban a la gente, para obligarla a robar, para poder decir que ha robado y hacer todo lo posible por arruinarle la vida.
Soy de donde techos vacíos se derrumban porque no tienen familia, igual que una madre se derrumba hacia el vacío desde un séptimo, porque su familia no tiene techo.
Y tengo que escuchar todas las Nochebuenas a esos que se pudren en oro porque dicen que nos representan, diciendo que todos somos iguales ante la ley. Y no se les cae la cara de vergüenza.
Y a ella, que es el tesoro más libre que este lugar ha visto nunca, la tienen secuestrada porque saben que si la alcanzamos nos hará libres. Y la están obligando a hacer lo que no quiere: quieren que se prostituya por las esquinas a un precio que solo ellos pueden permitirse. Os digo que no sé con qué derecho, pero le han puesto precio porque quieren vernos otra vez de rodillas, pidiéndole limosna a su caridad repugnante, o en una cuneta comiendo hierba.

Y no quieren ni que la veamos, porque se llama Cultura pero significa Libertad. Y eso los aterroriza.


URÓBOROS




     Lo peor de una frustración es que no se va. Te obsesiona. Las frustraciones son redundantes: doble o nada. Puedes hacer como que no está o fingir que no te importa. Da igual. Puede que a veces te mires al espejo y no esté, pero no se ha ido, está ahí, debajo de la piel, quizá enroscada en el tobillo, puede que camuflada entre el cabello, o justo debajo de los dedos de los pies. Pero el espejo no te avisa, se calla como una perra mientras la serpiente le guiña un ojo. Solo se estaba cambiando de camisa antes de seguir interrogándote, urgándote, comiéndote, envenenándote.


     Y un día te levantas y no sabes por qué pero hay algo incómodo al poner los pies en el suelo, hay algo demasiado amargo en el café y es como si alguien hubiera estado toda la noche cortando cebolla, y no sabes si es que te pesa demasiado la sangre o es que parece que no tuvieras ninguna. Y quizá no quieras saberlo, pero la verdad es que (otra vez) estás de nunca hasta las cejas.


     Será que te ha vuelto a morder. Será que se te ha vuelto a llenar la boca de zumo de limón. Será que “nunca” algunas veces es como una espiral negra llena de espinas y otras el fondo de un pozo a dos milímetros de tu nariz.


     Pero ahora qué más da, si acabas de mirar al espejo y ya no estabas tú, solo había una pescadilla que no paraba de intentar morderse la cola.