Se
encendió un cigarro y se asomó. El sol de la tarde perfilaba la calle, que se tendía en vertical delante de
ella y le ofrecía una perspectiva que le permitía analizarla como a un
ecosistema particular. La gente la caminaba: algunos, con prisa; otros,
disfrutando del comienzo de la tarde; muchos se reunían en el bar de la esquina
y el olor de café ascendía, entre conversaciones y cuchareteos. Después del
ajetreo mañanero, el asfalto y las aceras relucían de una manera esplendorosa.
Ella observaba cada recoveco, de abajo a arriba, de todo lo que el paisaje le
ofrecía; todo hasta la curva, donde la calle se cerraba en banda, como si
tuviera vergüenza de seguir mostrando sus encantos. Le era imposible ver más
allá, así que, como siempre, dirigió la vista hacia las ventanas del bloque:
cada una de ellas era igual a las demás,
pero, a la vez, muy diferente.
Seguro que en una de ellas, que tenía la
persiana abierta por la mitad, habría una pareja joven recién llegada a la
ciudad: ella sería maestra y habría conseguido plaza en un colegio cercano
indefinidamente. Él era su acompañante y, afortunadamente, a los pocos días de
mudarse, habría encontrado trabajo en una tienda de informática que había en la
misma calle. Todo en aquella casa estaría lleno de vida, todo como recién
estrenado. La noche anterior ella habría bajado a la farmacia, con un gallinero
en la boca del estómago, y, unas horas más tarde, en torno a la una de la
madrugada, los enamorados, con la luz del salón encendida, se habrían besado
tierna y apasionadamente y se habrían tumbado en el sofá para discutir, con
ilusión, nombres de niña.
De
repente una de las persianas que se consideraba cerrada se abrió con rabia, y
el estridente sonido le hizo perder el hilo de la pareja de recién embarazados
de la primera ventana. La mujer se asomó como buscando la procedencia de la luz
que hasta entonces se había colado por los diminutos ojos de su persiana. Ella
cogió rápidamente un cuaderno y un lápiz para tratar de dibujarla antes de que
se quitara de la ventana. Tenía el pelo suelto, largo y alborotado, muy negro,
perenne a los años. Sus labios, de grosor medio, se comprimían en un gesto de
coraje, a la sombra de su nariz picuda. Su mirada era el claroscuro: unas
pupilas de estrella que vestían faldas de luto. En el interior, un olor
ceniciento y una recién nacida que buscaba con ansia el aire y el cobijo de la
calle.
La
persiana de abajo estaba más abierta que cerrada. Sería un piso de estudiantes:
tres veinteañeros. Llevarían ahí un par de cursos y solo uno de ellos había
conseguido mantenerse firme y no desviarse de la senda que tanto esfuerzo le
estaba costando construir. Mientras tanto, los otros dos hacían de sus días
cabañas de paja, de esas que uno mismo derriba sin enterarse en el deleite de
lo efímero. Esa persiana siempre estaba abierta en esa misma posición y,
normalmente, salían de ella estruendos de risa y voces de adolescencia
prolongada.
¿Qué
sería de las persianas cerradas? Seguramente fueran pisos rotos. Alguno de
ellos se habría quebrado el día que el padre ebrio marcó la boca de la madre;
otro aún tendría la grieta de aquel anciano que cenaba solo todas las noches.
Seguro que también habría alguno que nació sin pulmones y condenaba al ahogo a
cualquier persona que estuviera dispuesta a habitarlo. ¿Habría algún aborto de
piso? ¿Habría pisos embarazados?
Tal
vez entre las fisuras de alguna de aquellas viviendas, si es que a todas se les
podía llamar así, hubiera algún habitante, si es que a todos se les podía
llamar así, que intentaba trepar hasta la puerta, hasta la manivela de la
ventana, o, al menos, hasta el teléfono, para decir “hola”, para mirar y ser
mirado, para reír o para ser llorado. Y pasaba así, tarde tras tarde, todos los
días de la semana, incluidos los domingos y los cumpleaños, cada vez más ciego
y más sordo. Ya se sabe que a esos, a esos a los que parece que una enredadera
no les deja abrir las persianas, acaban llorándolos solamente la soga, la
bañera de aguas granates, el horno o, en el mejor de los casos, el piso entero,
antes de que los olores empiecen a pregonar por el portal todo lo que la
garganta humana tiende a omitir.
La
mujer que se había asomado apenas estuvo un par de minutos apoyada en el
alféizar; así que, una de las veces que necesitó mirarla para concluir el
esbozo, ella ya no estaba. Mejor, pensó, la copia era demasiado forzada y así
era imposible captar su naturaleza; mejor dibujarla de memoria o de imaginación.
En
esta pausa vio salir de la curva de la calle a un chiquillo de la mano de su
madre. Era una escena muy común de las tardes entre semana. El niño parecía
como arrastrado del brazo, pero aún estaba absorto, riendo y saltando. Solo al
llegar a la puerta y, antes de tocar al porterillo, la madre se detendría, se
agacharía; entonces, el niño empezaría a ponerse serio, a intentar soltarse de
los brazos de la madre, a patalear, a llorar, a berrear. Era tan desagradable,
incluso para los adultos, el pinchazo en las encías y la vibración del taladro
en las muelas propias, que el niño solo se calmó cuando vio que la madre había
tocado el porterillo pero no contestaba nadie. Entonces la pareja de
embarazados abrió la puerta del portal desde dentro: el agradecimiento de la
madre se contrarrestaba con la mirada de odio del chiquillo que comenzaba a
llorar, esta vez, de resignación.
Calculó
unos diez minutos hasta que la clínica dental comenzara con el primer cliente
de la tarde. Entonces, ocurrió algo que se escapaba de lo común: la puerta del
portal estaba cerrada y nadie había llamado al porterillo desde que lo hiciera
la madre del niño; sin embargo, alguien se empeñaba en contestar desesperado a
la llamada del silencio: ¿SÍ? ¿HA LLAMADO ALGUIEN? ¿HOLA? ¿QUERÍAN ALGO? ¿HAY
ALGUIEN? ¿HOLA? ¿ME OYEN? ¡OIGA! ¿HOLA? Se ahogaba la voz a lo largo de la
calle.
¿Habría
llamado la señora a otro porterillo? ¿Sería, quien gritaba, uno de los
habitantes de las persianas cerradas? Entonces un puño se le agarró dentro del
pecho. Miraba atenta a todos los entes que pasaban entonces por la calle;
dirigió la mirada a la cafetería de la esquina. Los clientes miraban hacia el
porterillo pero seguían absortos en sus conversaciones. Exactamente en un
minuto y treinta y cuatro segundos, se recogió el pelo, se puso el abrigo
encima del pijama, bajó las escaleras y cruzó la calle, descalza. Cuando llegó,
la boca del porterillo aún emitía un aliento, una respiración.
Al
escuchar su voz, se rompió, al otro lado, un llanto al son imposible de una
habanera:
Granada vive en sí misma,
tan prisionera…
que solo tiene salida
por las estrellas.
Ay, amor,
deja el balcón abierto
del corazón.
Ay, amor,
que en la vega te espero
con una flor
[…]
(CARLOS CANO, Habanera imposible)