Pacto ficcional

Caro lector, antes de leer, firmemos un pacto:

Juro no escribir la verdad, ni toda la verdad y algo más que la verdad.

¿Jura creerse la mentira, toda la mentira y nada más que la mentira?





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martes, 31 de julio de 2012

Anyone.


     Solía quererlo porque se notaba a la legua que era alguien especial, una de estas personas que parecen estar hechas de otro material distinto al resto. Su rostro evocaba, en formas desdibujadas, la ilusión y la alegría de un niño pequeño: sus grandes ojos llenos de brillo y su enorme sonrisa destacaban sobre la forma redondeada de su cara, y dejaban asomar esa expresión entre el asombro y la alegría que sólo él tenía.
Era el tipo de personas que, cuando están ausentes, todo el mundo nota que falta algo, faltaba él. Los días entre semana solía llegar animando al personal, aliviando el sueño y los malos humores mañaneros con unas bromas y risas; parecía como si quisiera agradecerle a todo el mundo lo increíble que era el milagro de vivir. Podía despeinarlo, ir y tocarle el pelo, la cara, hacerle todas las carantoñas que se me antojaran, con la tranquilidad de que, en lugar de enfadarse como normalmente hacía todo el mundo, sonreiría y me abrazaría. De hecho, él jamás se enfadaba, no iba con él aquello de mirar mal a un amigo o dejar de hablarle por mucho que el otro se hubiera pasado, lo peor que le podía pasar era estar mal con la gente que quería; decía que enfadarse era una manera demasiado tonta de desaprovechar los buenos momentos con la gente que queremos.
     Era incondicional, podías llamar a la hora que quisieras, no importaba si estaba ocupado, durmiendo, en la ducha, viendo la tele… no importaba, llamabas con la seguridad de que él estaría para responder, escucharte, charlar, ayudarte… Además, cuando sentía impotencia por no poder hacer nada para animarte, como caído del cielo, se presentaba donde estuvieses, o simplemente sacaba su inmensa imaginación y te contaba dieciocho mil cosas divertidas (como si de verdad le hubieran ocurrido) con una habilidad increíble, de manera que, cuando dejabas de hablar con él, te ibas con la sonrisa en la boca.
     Algunas veces llegaba yo a pensar que no estaba muy cuerdo, porque llevaba encima un gran despiste, solía decir cosas sin sentido que sólo él era capaz de entender, y llegaba a ser demasiado inocente. Sin embargo, sabías que debía de haber algo en él, una inteligencia especial, una magia, porque siempre te sorprendía, era capaz de ingeniar planes inverosímiles para tan sólo hacerte sonreír.
     Era una persona increíble, tan grande que sabías, porque escondía en él una parte de misterio, que jamás llegarías a descubrir lo enorme que era. Pero, como suele decirse últimamente, todo cambia.




"- Acostúmbrate a la indiferencia... - se dijo a sí mismo con ojos grises, mientras perdía lo último que se pierde . "



sábado, 28 de julio de 2012

La metáfora de las cerillas.

"Mi abuela tenía una teoría muy interesante, decía que si bien todos nacemos con una caja de cerillos en nuestro interior, no los podemos encender solos, necesitamos, como en el experimento, oxígeno y la ayuda de una vela. Sólo que en este caso el oxígeno tiene que provenir, por ejemplo, del aliento de la persona amada; la vela puede ser cualquier tipo de alimento, música, caricia, palabra o sonido que haga disparar el detonador y así encender uno de los cerillos. Por un momento nos sentiremos deslumbrados por una intensa emoción. Se producirá en nuestro interior un agradable calor que irá desapareciendo poco a poco conforme pase el tiempo, hasta que venga una nueva explosión a reavivarlo. Cada persona tiene que descubrir cuáles son sus detonadores para poder vivir, pues la combustión que se produce al encenderse uno de ellos es lo que nutre la energía del alma. En otras palabras, esta combustión es su alimento. Si uno no descubre a tiempo cuáles son sus propios detonadores, la caja de cerillos se humedece y ya nunca podremos encender un solo fósforo.
Si eso llega a pasar el alma huye de nuestro cuerpo, camina errante por las tinieblas más profundas tratando vanamente de encontrar alimento por sí misma, ignorante de que sólo el cuerpo que ha dejado inerme, lleno de frío, es el único que podría dárselo.
¡Qué ciertas eran esas palabras! Si alguien lo sabía era ella.
Desgraciadamente, tenía que reconocer que sus cerillos estaban llenos de moho y humedad. Nadie podría volver a encender uno solo.
Lo más lamentable era que ella sí conocía cuáles eran sus detonadores, pero cada vez que había logrado encender un fósforo se lo habían apagado inexorablemente."




Laura Esquivel,  Como agua para chocolate.