La última farola se apagaba ante las primeras
claras del día; pero, al parecer, seis ojos ebrios no distinguían aún
suficientemente bien: ninguno de ellos vio el bulto sobre la acera y una de sus
suelas se dejó caer encima de aquello. Un alarido de dolor estremeció a los
tres transeúntes que, tras comprobar lo que pasaba, se echaron a reír y
siguieron su camino. Tras dos o tres pasos, el mismo pie que lo había pisado se
volvió para encajarle una buena patada en el costado seguida de un grito de
desprecio: <<¡Maldito canino!>>, y el bulto de la acera volvió a
contestar con un alarido, pero esta vez más fuerte, de humillación. Finalmente,
los tres individuos se largaron mientras se arrastraba, sin fuerza, hasta la
farola, donde se recostó hasta recuperarse un poco del golpe. Luego se
incorporó, abrió bien los ojos y se dirigió, acera arriba, hacia la calle,
hacia la casa, aquella casa que rondaba todas las mañanas. Allí esperó, medio
camuflado, hasta que por fin escuchó la
puerta abrirse y vio a los dos niños. Ese era, a la vez, el peor y el mejor
momento de cada uno de sus días desde hacía un par de años. Todas las mañanas, el
bulto de la acera y sus dos hijos lloraban a tan solo unos metros de distancia.
Todas las mañanas la misma voz taladraba los tres corazones: <<¡Maldito
vagabundo! ¡Borracho pestilente! Aléjese ya de mi casa. Estos ya no son sus
hijos.>>