Pacto ficcional

Caro lector, antes de leer, firmemos un pacto:

Juro no escribir la verdad, ni toda la verdad y algo más que la verdad.

¿Jura creerse la mentira, toda la mentira y nada más que la mentira?





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martes, 4 de junio de 2013

Contra Ana Fontalba



 
Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,
y la más innoble
que es amarse a sí mismo

GIL DE BIEDMA


Se lo advertí. Le dije que no quería volver a verle el pelo, que se buscara la vida, que ya estaba bien de soberbias niñaterías. Y se lo juré. Se lo juré como quien jura morir. Así que, como a lo lejos me pareció ver una mancha de colores vivos, dejé de mirar, me hice la loca; pero parecía que un borrón de tinta roja se había cernido ya sobre aquel día y una risa escandalosa me taladró hasta lo más profundo del seso. No pude resistirlo, tuve que volver a mirar: bajo unas gafas de sol fluorescentes, ahí estaba, de oreja a oreja, escupiendo gilipolleces. 

Me giré hacia ella, fijé la vista y esperé a que se acercara: no vi sus ojos, pero pude intuir, por el cambio de tono de su cara, que me acababa de descubrir. Miró al suelo. Seguro que ya le estaban sudando las manos, porque apretó los labios y se las metió en los bolsillos.
Pasa de largo, pero mi pie se entremezcla con los suyos y se cae de boca. La gente se ríe y ella se ríe con ellos. Se levanta. Me enseñó por última vez sus encías; sus encías y ese trozo de carne tan peculiar que conectaba con su labio superior. No le di tiempo para más: le quité las gafas de una hostia que casi la vuelve a echar al suelo. Me miró fijamente cuando se le pasó el aturdimiento; ni siquiera fue capaz de decirme nada, nada, simplemente se limitó a llorar como la niña pequeña que ve que nadie acude a ayudarla. Y, casualidades de la vida, nadie acudió. Así que, mientras ella lloraba, más por tristeza que por miedo, me dediqué a recordarle cada una de sus imperfecciones, cada uno de sus errores, cada una de sus decepciones, cada una de las obsesiones que sé que la atormentaban día tras día. 

Casi me ablandé, lo reconozco, cuando intentó abrazarme, porque solo yo sé lo sola que estaba y lo sola que se pudo sentir (aún más) en ese momento. Así que no prolongué más mi promesa. Sí, la abracé con un poco de asco y pena; la abracé para sujetar su cuello y clavar lentamente la navaja. Sí, sentí su última respiración en mi pelo y aún casi puedo sentir lo caliente de su sangre resbalando por mi pecho abajo. La dejé caer. Le arranqué la chapa que aún colgaba de su oreja: bonito recuerdo. Me senté a su lado y me lié un cigarro.

 Si los malos nunca mueren 
es porque los buenos nunca se atreven a matar.



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