A
lo lejos el almezo, la casa, el
alambre donde tendía al olor de unas mil estrellas entalladas en la espesura.
La lluvia se rompía sobre las tejas de chapa gris: no siempre el árbol afinaba
el llanto.
Muchas
veces se hacía tarde y una mueca agria le estrangulaba los sentidos. Ya sorda y
ciega, respiraba hondo cuando lo veía llegar, empapado y muerto de frío,
oliendo a heno, al refugio del hogar.