Por
la noche el instituto era diferente. Parecía vacío de libros de texto, de
diccionarios, de alumnos y de profesores. Me gustaba, cuando pasaba por allí,
cambiarme de acera y tomarle fotos desde diferentes perspectivas. Cada una de ellas era una historia: las había
de primeros amores (de los que a veces matan pero nunca mueren), de viajes al
fin del mundo con el sol en las pestañas, de borracheras de madrugada, de
miradas cómplices, de cadáveres en las alcantarillas, de zombis y sombras
fantasmagóricas, de nostalgia, de libertad. Las había de vida y las había de
muerte.
Pero
aquella noche, cuando mis pasos alcanzaron, de camino a casa, la acera del
edificio, sentí en la boca del estómago un pálpito. Necesitaba tomar fotos
desde dentro del instituto. Desde el otro lado, la calle, sus recovecos y cada
una de sus historias, serían mías. No me pude contener: tuve que saltar la
valla. La primera fotografía que hice…