¿Quién no ha dudado alguna vez de la propia
memoria? Seguro que hasta los elefantes, a veces, se sienten perdidos en el
caos de su cabeza y son incapaces de recordar cuándo sucedió tal cosa, cómo
sucedió exactamente, cuáles fueron las palabras concretas, cómo se sintió en un
momento dado, qué había imaginado… ¿Te imaginas que el elefante pudiera ir
escribiéndose en su propia piel, contándose la vida más allá de su memoria? A
base de tinta podría, al menos, tener algo más clara su verdad, como un espejo
en el que reconocerse. ¿O le daría miedo?
Yo
no sé en qué momento me di cuenta de que necesitaba contar: no sólo lo que me
pasaba, sino también (y sobre todo) lo que sentía, lo que imaginaba, lo que
podría ocurrir o haber ocurrido y que (en
unos casos por suerte y en otros por desgracia)
no sucedía, pero tampoco dejaba de ser verdad. ¿O son, acaso, los pensamientos
o los sentimientos, menos ciertos que los hechos?
A
los ocho o nueve años rompí mi primer diario. Dejé de confiar: quizá resulta
complicado entender la mayor o menor relevancia que pudieran tener unas páginas
de niñez. Yo le di la importancia que para mí tenía en ese momento. Sin darme
cuenta, había perdido la confianza en la escritura. Desde entonces he estado
enfadada con ella, se acabaron por laaaargo tiempo los diarios (al menos, los
diarios sinceros), aunque a menudo me sorprendía apuntando en alguna hoja
diferentes desenlaces para algún “conflicto” que me preocupara.
Recuerdo
que siempre iba por orden. Escribía, primero, lo peor que se me ocurría: ideas
catastróficas como calumnias en el patio del colegio, conspiraciones,
expulsiones, atentados contra mi familia, juicios, cárceles, deudas. Cómo
temblaba e incluso lloraba, a veces, relatando la posibilidad remota y
surrealista de que todo encajara para que mi corta vida se viera
irremediablemente truncada. Síntomas todos que se contrarrestaban cuando el
mundo me sonreía anotando las mejores posibilidades. Respiraba tranquila
recreándome en las hipotéticas situaciones en las que el conflicto simplemente
desaparecía o acababa reducido a una simple anécdota. Después escribía otras
opciones centrales que, para mi ingenuidad, por su posición neutral entre lo
muy bueno y lo muy malo, tenían más posibilidades de ocurrir. Me parecían más
lógicas y, por tanto, más verosímiles; como si la vida misma siguiera las
normas de alguna ley, algún equilibrio... Pasaba por alto que quizá la única
lógica imperante en aquellas “soluciones” era la de la ficción, esa que aún de
vez en cuando (más veces que cuandos) me florece por las sienes.
Después,
ya adolescente, vinieron las reflexiones efímeras, tan efímeras que, a veces,
entre su escritura y su destrucción no había ni siquiera un ejercicio de
relectura. Y comenzaba a aflorar la poesía, que no vino primero pura ni
frívola, pero yo, niña con ojeras, le sonreía. Porque, a pesar del corsé, traía
consigo los dibujos de un montón de sueños y esperanza; y entre sus ropajes de
colores pude, más de una vez, refugiarme. En ocasiones lograba verle la cara y
descubría, en sus rasgos y sus contornos, algunas expresiones que coincidían
con las que el espejo me contaba. Quizá aún queden restos en alguna cañería o
en los pozos de algún café: scripta
manent era, a veces, un collar de soga en mi garganta.
Hoy
me pesan esos escrutinios contra mi verdad, contra mi evidencia, contra la
memoria y contra mí. Qué estupidez la de despojarse a una misma de una de las
pocas cosas que ninguna otra persona podría arrebatarte. Esa piel de elefante
que, forjada justo entre el dolor y la cicatriz, nunca deja de significar.
Hace
relativamente poco he vuelto a los diarios, por necesidad, por ordenar la
vorágine que a veces es el pensamiento, por atestiguar, por reconocerme en mi
letra; y escribo esto como reconciliación con la escritura (y con la memoria). Ahora
sé que es para mí como una hermana en la que me reconozco y con la que me peleo
a muerte, a arañazo limpio, a tirones de hojas, a bofetadas de recuerdos… pero
sin la cual me sería imposible imaginar la vida.