Ya sabías que la luz en los ojos fulminaría una a
una tus pestañas ya crecidas. Batiste tus rodillas, por encima de las ganas, y
destrozaste los muros que construyeron tus años. De bruces, otra vez. ¿Y qué? No
estaba en mi mano el cronómetro para pararlo. Podrías haber buscado en las
hastiadas tardes de saliva y narices frías en los asientos traseros, en el
humo, en la espuma, en tantas cosas. Pero qué difícil pensar cuando una cuchara
me roza la campanilla. Tu cuello ya estaba sujeto, ya sabías hacia dónde tenías
que mirar. Estaba vomitando la tragedia, porque me la tragué tan deprisa, sin
masticarla. Le tocaba tragar, por mucho que esta vez, como tantas otras, quisiera apretar
los dientes. Trazó una equis bajo sus pies, giró la cara y echó a correr.
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