a
veces nuestros ombligos, cíclopes enamorados, juegan a rozar las pestañas y se
besan como las mariposas. El tiempo y el espacio son llanos (sabrás ya que mi
cuentitís es aguda), aunque eso es lo de menos: cualquier cronotopo es bueno si
está tu boca, que a veces es blanca de media luna (aunque no es cursi ni esdrújula
porque nunca está pálida), pero otras veces es roja de sol en el quicio de la
puerta. De las dos formas deslumbra y abrasa. Hace de atmósfera y de desencadenante
de todas las tramas posibles e imposibles de la piel traspasada, abecedario
infinito, historia en la que los dedos se manifiestan con arrojo contra el
desenlace.
Por
eso, a priori, éste me parece un cuento imposible: nuestro nudo, no contable,
por naturaleza, no cabe en ningún sitio. Solo me queda aferrarme a unas cuantas
líneas, a un código finito, trazar un planteamiento, ponerle alas y dejar que
vuele. Se trata de escribirte, en directo y en indirecto, de manera exacta pero
sin reglas. Todo depende de las circunstancias. Así puedo escribirte en directo, por ejemplo, matándome a versos. O indirectamente puedo escribirte una tilde, si quiero,
sobre tu ombligo, que es como una o en la caligrafía de un niño. Y juego,
entonces, a ponerle ceja al cíclope, que tiene corazón propio: como el mío,
también tiembla y se estremece cuando su nudo se confunde con el de la garganta
y les salen todas las vocales a la vez.
Pero
este nudo no va con tinta. Porque está hecho de brazos, piernas, troncos, cuellos, piel. No se acaba y no se sabe nunca quién lo empezó. Es redondo y
en él sólo se vislumbra, a veces, el horizonte incandescente, a lo lejos, desde
el fondo de mis ojos hasta el fondo de los tuyos, donde volvemos a leer, entre
la realidad y la fricción, que érase una vez un cuento en el que