Volví a soñar con su
escritura. No tenía ni idea de que el papel escrito pudiera pesar tanto. No
hablo de peso físico, hablo del peso de lo que permanece. Scripta manent. La siento latir a veces, y podría asegurar que la
sensación es casi tangible si no recordara cómo la vi desangrarse. ¿Puede
palpitar un corazón sin sangre? Seguro que sí. Por eso tuve que deshacerme de
toda la cantidad de papel que dejó manchado por su puño y letra. Intuí que era
inmortal, aún, en sus testimonios, en sus experiencias, en los pensamientos que
describía, en su memoria y en su imaginación. Por eso decidí quemar los
diarios, arrojar al váter los primeros poemas, romper todo sus intentos de
plasmarse en el blanco. De su letra sólo me quedé con los apuntes de lengua (los de literatura
me parecían demasiado personales).
Me desviví tratando de
reunir documentos que no tiré porque no estaban a mi alcance: hay gente con la
que ella compartía sus textos personales. El mundo está lleno de Zenobias
Camprubíes. Me dijeron que ya no tenían nada, pero sé que hay cosas que no me
dieron por miedo a que intentara, de nuevo, destruirlas. Después me desviví, lo
reconozco, por recuperarlo todo. Necesité recordar y lo necesito a veces.
Imposible. Scripta manent hasta cierto punto, y ya ni siquiera me fío de
mi propia memoria: puede que ella se llevara, también, al elefante.
Ahora sospecho que hay
alguien que escribe un diario a su nombre, pero he mirado en todas las libretas
con pintas de diario y no hay ni rastro. Tendré que asegurarme. Me da miedo. Un
diario puede llegar a suponer un poder descomunal que me gustaría reservarme.
Un
diario sincero es el purgatorio: podría bajarla de los cielos o
enterrarla para
siempre en lo más hondo del infierno.
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