Darío se subió en la pequeña silla del salón,
alzó las manos y frunciendo el ceño abrió el cristal de la esfera dorada que
presidía la sala. Agarró con dos dedos la más pequeña de las saetas y la giró y
giró en su contra. Imposible, aún se acordaba. Quería derrotar las olas, volar
como un halcón contra la arena y contra el viento. Vuelca la silla. Aturdido
escucha de nuevo. Esta vez con la espalda en el suelo, sintió el agua escapándosele
de las manos, y el viento, como de costumbre, se burló de sus huellas. Se echó a
llorar, con los ojos llenos de arena. ¿Imposible? Miró incrédulo en el espejo. Bajo
cuatro caracolillos, las pequeñas pupilas se dejaron caer sobre sí mismas. Imposible,
tú ganas.
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