Aún no calzaría un
34 cuando cientos de pequeños marfiles desconocidos se mostraban a su paso sin
acercarse demasiado. Y una mano, desde
el suelo, tiraba del hilo que pendía de su frente, y ya no le soltaba, y sus
pies ya no sabían. Ya no sabía. Si era él. Si era algo. Si no era nada. Si era
peor que nada. La carne de sus labios ya no resistía más contener los tantos
nudos de su garganta, ni sus párpados tanto líquido. Y el suelo, al que miraba,
ya tampoco lo veía. Y cada palabra que escuchaba iba directa a esconderse en
sus adentros. Y aceleraba, entre grises y marrones, hasta que llegaba a una
puerta que cerrar. Entonces enseñaba sus marfiles, de rabia, frente al espejo,
mientras rebuscaba algunas palabras que salían asustadas, y conseguía ahogarlas
hasta que se iban por el agujero del lavabo. Pero hay otras que no se las
encuentra por muy bien que las conozca, y sigue usando el mismo tipo de tinta
que apesta a miedo si le respiras cerca.
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